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Megaciudades, la Escala Humana y la Adaptación.

  • Foto del escritor: ARS Blog
    ARS Blog
  • 8 sept 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 9 sept 2019

El hombre es la medida de todas las cosas, dijo Protágoras, el primer sofista de la Grecia Clásica, y como consecuencia las ciudades que habita deben estar concebidas a su medida. Lamentablemente, será siempre un enigma saber que nos aconsejaría cuando la escala humana se viera distorsionada por condiciones que ni siquiera podía imaginar. A saber, la superpoblación, el consumo masivo y la contaminación ambiental como su consecuencia productiva industrial.

Y no es que Protágoras, siglo V AC, viviera en un mundo de aldeas.

Aún frescas en la memoria de su época, las ciudades sumerias de Ur y Babilonia habían llegado a albergar a más de 200.000 personas, y la contemporánea Jericó tenía una población de 250.000, todas ellas con una densidad demográfica que sobrepasaba los 100 habitantes por hectárea cuadrada. Sin embargo, la escala humana estaba fuera de cuestión. El espacio sobraba, lo monumental era únicamente para los Dioses y siempre se podía navegar un poco más lejos. El problema es ahora porque el espacio ya no sobra y la escala humana se ha vuelto aplastante, afectando nuestra percepción, nuestro ánimo y nuestro aprovechamiento del recurso más importante de todos, el tiempo.

Extrañamente, nos movemos con relativa naturalidad aún en esas condiciones.

Nueva York y Hong Kong, las dos ciudades con mayor densidad demográfica del presente, son un buen ejemplo de nuestra capacidad de adaptación. Nos acostumbramos a perder espacio, a estar apretados, a vivir en monoambientes o en contenedores como alternativa perfecta. Por un lado parece un simbólico regreso a la caverna protectora, pero por otro es rodearse de un paisaje artificial que cambia por completo nuestra relación elemental con la naturaleza. Cambian los colores, los olores, los sonidos y nos acostumbramos a lo claustrofóbico. Pero la escala humana permanece. Cada vez más frágil y vulnerable, es cierto, pero permanece.

La humanidad enfrenta un reto muy cercano al que debe dedicar toda su atención desde este momento, y ese reto es crear megaciudades sostenibles y armónicas, lo que implica establecer con precisión hasta dónde puede esa escala, que determina gran parte de la cohesión social, alejarse de su centro natural. O sea, cuál es el límite de esa capacidad y cómo será la interrelación entre el ser humano y la geometría que lo rodea, con todas las variaciones culturales y de creatividad arquitectónica y tecnológica que se imaginen.

Lo primero que nos viene a la mente es preguntarnos cómo puede ser concebida una megaciudad que tenga que albergar 40 millones de habitantes en un área lo menos extensa posible para que sus servicios sean económicos y eficientes y, además, psicológicamente no genere consecuencias negativas en sus habitantes.

Automáticamente pensamos en estructuras faraónicas que alberguen a decenas de miles de personas y tengan todos los servicios necesarios. Escuelas, supermercados, hospitales, bancos, entretenimientos, gimnasios, piscinas, espacios abiertos, transporte e incluso aeropuertos. Ciudades en sí mismas, interconectadas unas a otras, todas construidas a lo largo de los ramales del subte y las grandes avenidas, los ríos del pasado.

Afuera volverá a ser afuera. El tránsito terrestre será el indispensable y nada será contaminante. Los espacios abiertos reverdecerán y las calles estarán siempre descongestionadas, amigables, invitando a caminar. Todo muy utópico, más que nada una expresión de deseo, pero también una demostración de confianza absoluta en la inteligencia del ser humano, que sólo tiene los límites que se impone a sí misma.


No hace mucho tuve que pasar unos meses por razones de trabajo en el Sur de Brasil.

El lugar era un atractivo balneario secundario de una ciudad secundaria de un estado secundario, una mezcla de pequeña jungla, calles sin veredas y arena siempre volando por la calle principal. Un paraíso de tranquilidad para muchos, y todo lo contrario para otros. El ser humano tiene sus particularidades con el entorno que lo rodea. Eso es ley no escrita.

Una tarde, uno de mis compañeros de trabajo, nativo del lugar, me confiesa que su pueblo lo tenía sofocado y que si no fuera por un tema de tradición familiar no dudaría en mudarse hacia el sur, más hacia lo primitivo, hacia lugares generalmente habitados por personas de espíritu místico y filosofía naturalista. El motivo de su conflicto era que las cuatro urbanizaciones que se habían construido en los últimos años habían alterado por completo la armonía del lugar. Cuatro urbanizaciones que habían duplicado la población, modificado el paisaje y proyectado sombras que no quería ver. A mi compañero no le importaba que el suministro de agua no se hubiera interrumpido nunca más o que los apagones generales fueran mitigados por el alumbrado público que ofrecían las urbanizaciones con sus generadores eléctricos de soporte o que bancos, mercados y tiendas se establecieran en la zona generando puestos de trabajo ocupados en su casi totalidad por lugareños. Lo que le importaba era que hasta hacía unos años cruzaba la calle sin mirar y que ahora tenía que esperar a que se "despejara" el tráfico. Eso era demasiado para él. Psicológicamente lo descompensaba.

Su problema era que mentalmente todavía vivía en los tiempos de Protágoras. En lugares que ya no pueden existir porque son antieconómicos y eso los vuelve inviables o absurdos. Las ciudades nunca podrán volver a crecer horizontalmente si ese crecimiento está basado en un razonamiento lógico. Enfrentados a un futuro de cambios impredecibles, la dispersión parece una decisión muy desventajosa. Los costos se multiplican innecesariamente y la eficiencia disminuye en proporción directa a la distancia a la que deben trasladarse los servicios. Además, los riesgos aumentan frente a situaciones adversas, aunque la conectividad esté disponible y la inteligencia artificial aporte soluciones. En el fondo, se trata de optimizar recursos cada vez más escasos. Los países y las ciudades que crecen a lo largo podrán ser muy hermosos, pero eso en el futuro será como vivir en una versión obsoleta del presente.

Debemos ofrecer alternativas sostenibles, desde lo ambiental hasta lo psicológico, sin dejar de ser conscientes de que llegamos a un punto donde para recuperar y mantener lo natural debemos acostumbrarnos a vivir lo más artificialmente que podamos.

En el pasado, una persona nacía y moría en el mismo pueblo, y no era nada común alejarse de la comarca. En el futuro, naceremos y moriremos en la misma urbanización o en otra vecina. ¿Cómo nos daremos cuenta de la diferencia?

 
 
 

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